IX. El 18 Brumario
La conspiración Un elemento nuevo entra en juego: la prensa, que inicia ya con paso firme su andadura de «cuarto poder». Un sector de la misma alimenta las esperanzas a pesar de las dudas: «La primera noticia del regreso de Napoleón se esparció por los teatros de París el 21 Vendimiario, y fue recibida con los gritos de: ¡Viva la República! ¡Viva Bonaparte! ¿Traerá la victoria y la paz, o derrotas y guerra? Se ignoraba, todos se perdían en conjeturas; pero en todos los rostros, en todas las conversaciones, se vio renacer de repente una esperanza de salvación y presentimientos venturosos.» Otro sector de la prensa admite su regreso como un mal menor: «Su expedición a Egipto ha fracasado, pero ¡no importa! Le basta con haberla emprendido; su audacia nos cuesta cara, es cierto; pero, no obstante, todo lo que él intenta reanima nuestro valor.» Entre tanto, Napoleón hace las paces con Josefina, de cuyos atractivos no sabe desprenderse a pesar de todas las evidencias que le condenan: ha probado en otras direcciones y la experiencia no ha sido positiva. El Estado no funciona porque no funcionan sus instituciones, empezando por las dos Cámaras legislativas: el Consejo de los Ancianos y el Consejo de los Quinientos. Y no funcionan porque, además de estar divididos en dos grandes sectores: los moderados y los radicales jacobinos, están un tanto a merced de los hombres del Directorio. Tampoco funciona el Directorio, el ejecutivo colegial compuesto de cinco miembros, enzarzados en disputas personales sobre sus propias parcelas de poder y sobre la forma de reconducir la nueva situación creada durante los últimos diez años de efervescencia revolucionaria y de contrarrestar la ofensiva internacional contra la Francia republicana, una ofensiva contra la que Napoleón ha sido el principal agente. Lo que sí está claro es que no se discute el régimen republicano y que no se da ninguna opción a las pretensiones borbónicas. Está claro para todos menos quizá para Napoleón, aunque de momento acepta la legalidad existente. No funciona tampoco la administración, debido en parte a que está en manos de inexpertos y algunos revanchistas y a que, como dijo un diplomático: «aquí se vende todo». Un miembro del Consejo de los Quinientos, la Cámara baja, nada sospechoso de tendencias moderadas, presentó así el panorama de la administración desde la tribuna de la Cámara: «Examínese cada sector de los servicios públicos: ¿hay siquiera uno que esté organizado, que lleve una marcha regular y constante? No, todo está sumido en el caos y todos nuestros esfuerzos para salir de él no han hecho sino hundirnos más. ¿Tiene, pues, algo de extraño que no haya en Francia ni libertad pública ni libertad privada, que todo el mundo de órdenes y que nadie las obedezca; en una palabra, que no tengamos más que un fantasma de gobierno?» El poder legislativo no está de acuerdo con el poder ejecutivo. En la administración pública, inexperiencia y corrupción. La solución, hay que repetirlo, no podía venir por el lado de la restauración monárquica, puesto que tanto la institución como la persona que la encarna están desprestigiadas. Por otro lado, los partidos de derechas habían fracasado miserablemente y no había lugar a una solución reaccionaria. Se trataba, por tanto, de salvar la República y para ello no era suficiente reemplazar la Constitución existente por otra que anda preparando Sieyès. La clave estaba en encontrar a la persona en torno a la cual pudiera llegarse a un compromiso. De ello se encargan los cinco miembros del Directorio, cuyo hombre fuerte es el sacerdote secularizado Sieyès. Todo el mundo piensa en Napoleón, pero todos y cada uno de los cinco, a quienes él designa con cierto desdén como los «abogados», desconfían de Napoleón y de los otros cuatro. A pesar de sus reaervas, también ellos reconocen en el fondo que su personaje es Napoleón. Por otro lado, Sieyès es amigo de Luciano, presidente del Consejo de los Quinientos; Barras lo es de Josefina, y Gohier del matrimonio Bonaparte. Queda la incógnita de Ducos y del general Moulin, un hombre de prestigio profesional y que puede tener sus aspiraciones. Durante todo el mes largo se suceden las consultas, las entrevistas, los pactos, en los que participan todas las fuerzas vivas de París. Tantos son los que participan en el juego que alguien se hace esta pregunta: «¿Contra quién se conspira si todos están en el ajo?» Al final la partida queda entre Sieyès y Napoleón. Sieyès ha hecho un plan: someter a las Cámaras una nueva Constitución, en la que, entre otras cosas, se preveía la reducción del poder ejecutivo, que seguiría siendo colegiado, de cinco a tres miembros, que recibirían el título de cónsules y cuya cabeza sería Napoleón. Este, que se ha mantenido a la espectativa, aceptando todas las sugerencias pero sin descubrir sus planes, llega a un acuerdo de principio con Sieyès: «Consiento en ser uno de los tres, con vos y con vuestro colega Ducos. En cuanto al gobierno definitivo, eso es otro asunto…» Sieyès se queda pensativo; Napoleón le saca de su asombro: «¡De lo contrario, no contéis conmigo!» Y no porque vaya a renunciar a sus propósitos. Ya se lo había dado claramente a entender cuando ellos mismos, tras haber solicitado su presencia en París, le habían nombrado jefe de la guarnición de la capital como garantía de que así podrían tener la situación bajo control: «Vosotros sabéis que la República perecía y vuestro decreto acaba de salvarla. ¡Que no se busquen en el pasado ejemplos capaces de retardar vuestra marcha! Nada en la historia se asemeja al cierre del siglo XVIII; nada, en los finales del siglo XVIII se asemeja al momento actual. Queremos una República fundada sobre la verdadera libertad, sobre la libertad civil, sobre la representación nacional, y la tendremos. Lo juro en mi nombre y en el de mis compañeros de armas.» Estas palabras dejan traslucir, por un lado, la gravedad del momento, y, por otro lado, su firme decisión de imponerme a las circunstancias. Está jugando fuerte pero no descubre sus cartas, y una y otra vez despliega la bandera de la legalidad, del respeto a las normas establecidas: «Nadie debe poder acusarnos de haber obrado ilegalmente. ¡Nada de partidos, nada de fuerza armada. El pueblo entero debe haber tomado parte en la decisión mediante el voto de los diputados. Nada de guerra civil. Derramar la sangre de los diputados es ir al encuentro de un fracaso seguro.»
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