La flor de las ruinas: 2
Tenía Pedro, que así se llamaba el recién llegado, una naturaleza esencial y profundamente poética. No porque tuviese una imaginación vasta y creadora, sino porque tenía un manantial perenne de poesía en su corazón. Por lo cual, si bien no expresaba un pensamiento bello engarzado en buenos versos, lo impregnaba todo de ese maná poético bajado del cielo sobre esta árida vida, sin que por eso prestase una disposición o viso romanesco a las cosas; pues para él era lo poético lo sencillo y lo cuotidiano, pero no lo extravagante. Su ideal era restricto, y alumbraba con su divina luz interna cada objeto, aunque pequeño, siempre que fuese por naturaleza bueno, inocente y sincero. Apartábase instintivamente de los volcanes y sus ardientes lavas las pasiones; de los fuegos fatuos, de las falsas brillantes ideas, del ruido y de la pompa de la retumbante palabrería, teniendo, cual los Reyes de Oriente, una estrella en el cielo, a la que con fe ciega seguía. De esto resultaba...
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