La gran época del cine mudo
Poemas visuales Gloria Swanson odiaba el cine sonoro. Algunas obras de madurez del cine mudo —producidas en los años anteriores a su aniquilación en 1928, gracias al éxito de la mediocre El cantor de jazz — llegaron a alcanzar la milagrosa cualidad de poemas visuales, lo más cercano que ha llegado a estar el cine de la música. Los prejuicios de nuestra perspectiva actual, o de algunos historiadores, pueden haber hecho creer que el cine mudo (ya en español, o en francés, tiene el nombre cierta connotación de carencia, frente al silent movie inglés) fue un arte limitado, a la espera del sonido redentor; sin embargo, había habido múltiples intentonas de añadirle el sonido y, si los problemas de sincronizarlo con Ja imagen o de amplificarlo para grandes salas tardaron en ser resueltos, en una fecha tan temprana como 1922 el inventor Lee De Forest resolvió el problema registrando el sonido no sobre discos, sino sobre la misma película, tal y como se sigue haciendo hoy. Pero tan revolucionario invento no tuvo ningún éxito: los cortometrajes sonoros que se exhibieron (filmaciones de arias de ópera o de números de algún vodevil en boga) simplemente no podían competir con un cine silente en su máximo apogeo mundial, con la última gran producción de Chaplin, Douglas Fairbanks, Abel Gance o Fritz Lang. Cuando por fin la fiebre del sonoro se impuso —no podía ser de otra forma—, la revolución económica que supuso tuvo su contrapeso en el plano artístico: se sabe que hasta los años cuarenta no volvió el cine a recuperar, salvo las excepciones de rigor, el esplendor visual del último cine mudo. Los treinta fueron años de un cine estático, visualmente plano, en el que, por ejemplo, la plástica de Chaplin y Keaton dio paso a la verbosidad de Groucho Marx, Mae West y de todo el género de la comedia screwball, que floreció por entonces.
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