V. Contemplata aliis tradere
Repite en París San Buenaventura, por Cavazzola. (Verona, Museo de la ciudad.) Nació en Bagnorea (hoy Bagnoregio), cerca de Viterbo, en 1221-1222, y murió el 15 de julio de 1274, en Lyon, mientras se celebraba el concilio al que no pudo asistir Tomás de Aquino, con el que coincidió en París durante los años de docencia de ambos en aquella Universidad. Fue elegido Ministro General de la Orden franciscana en 1257. Alternó sus ocupaciones de gobierno con la docencia y con una intensa actividad como escritor. Escribió, entre otras, obras como Leyenda de San Francisco, Itinerario de la mente a Dios, Breviloquio y Reducción de las artes a la santa teología. Le encontramos de nuevo en París, de 1269 a 1272. Es un caso extraño esta segunda llegada a París de un profesor. Según las costumbres de la época, un profesor no podía enseñar más que una vez en París. En este caso parece haber habido graves razones para la vuelta. En primer lugar, el titular de la cátedra de extranjeros, G. Van Eyden, no era de altura suficiente para hacer frente a la situación de la Universidad. Esta situación estaba agravada fundamentalmente, desde que Tomás la dejó en 1259, por la lucha contra los mendicantes y por las doctrinas de los llamados averroístas. Los maestros seculares, azuzados desde el destierro por Guillermo de Saint-Amour, tenían ahora sus jefes de fila en la persona de Gerardo de Abdeville y Nicolás de Lisieux. El tiempo parecía haber recrudecido la lucha contra los mendicantes. El temperamento y la capacidad intelectual de Tomás, junto con su prestigio en la Universidad, le hacían idóneo para esta tarea. Más grave era la situación doctrinal en las facultades de Artes y de Teología. Sigerio de Brabante y Boecio de Dacia eran los expositores máximos de un averroísmo perturbador que está de moda en la Universidad de París. Se llamaban a sí mismos «filósofos» para diferenciarse de los teólogos. Rechazan la virtud de la humildad, que consideran paralizante para la investigación científica. Reivindican para el filósofo un ideal de «magnanimidad», una virtud de dignidad intelectual. En el plano de las ideas, los averroístas, discípulos de Averroes, filósofo español musulmán, comentador de Aristóteles a finales del siglo XII, sostenían: 1) la teoría de la doble verdad. Lo que a los ojos de la fe es verdad, podría no serlo a la luz de la razón; 2) la creencia en la eternidad del mundo, que supone la negación de la creación por Dios; 3) la afirmación de la unidad del intelecto, de la que se desprende la imposibilidad de la inmortalidad del alma individual. El averroísmo sería condenado por el famoso Syllabus de E. Tempier en 1277, ya muerto Santo Tomás. En él se condenan proposiciones como: «Que la teología se funda en fábulas». «Que la continencia no es una virtud en sí misma». «Que la abstención total de la acción carnal corrompe la virtud y la especie», etcétera. Santo Tomás inició su segundo magisterio de París en un ambiente revuelto y confuso. Tuvo que luchar contra los seculares y contra los averroístas, siendo, por otra parte, acusado él mismo de ser demasiado indulgente con Aristóteles. Todo el trienio de París está marcado por esta doble lucha. Y a la postre, Tomás de Aquino dejará la Sorbona en 1272 sumida en una huelga general por la misma causa. Con respecto a la defensa de los mendicantes, el centro de la lucha se ha desplazado ahora a la esencia misma de la vida medicante y de la vida religiosa en general. El planteamiento era éste: ¿Añade algo la condición de religioso o mendicante, en cualquiera de sus formas, al ser cristiano? Los seculares afirmaban que nada. Basta con ser cristiano y cristiano en el mundo. Los mendicantes, por San y por medio de Santo Tomás, definen la vida religiosa como perfección de la práctica del Evangelio. Con ello se había formado la teoría de los estados de perfección, una teoría que tanto daño ha hecho en la vivencia y seguimiento de Cristo. Por lo que se refiere al averroísmo, Santo Tomás fue derechamente a la cuestión de los tres principios defendidos por los «nuevos filósofos». Aquí tenía de contrincantes no sólo a los seculares, sino también a los franciscanos. Con toda humildad refutó los dos primeros —que expusimos arriba—, dejando la puerta abierta al tercero «si se puede probar demostrativamente que el mundo no sea eterno». Con la claridad que distingue todo el magisterio de Tomás, fue siguiendo la línea de la razón y de la fe. Aquí está su gran mérito: ni sola fe ni sola razón. Por la sola razón no se puede probar la creación del mundo en el tiempo.
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