VII. De la Dieta de Worms a la Confesión de Augsburgo (1521-1530)
La Dieta de Worms. «Llegué hasta el fin» Con la excomunión y el entredicho no ha terminado todo. Más bien parece que todo comienza. Para los príncipes alemanes y sobre todo para Federico de Sajonia «Lutero no debe ser condenado antes de haber sido oído en Alemania». El fraile debía presentarse en la dieta de Worms (en que sería oído y tratado con consideración). La tesis contraria afirmaba que Roma había hablado ya, y que la causa de Lutero estaba terminada. No había más que aplicar el derecho del imperio y de la Iglesia contra los herejes. La dieta de Worms había comenzado con la asistencia de los príncipes y representantes del Imperio (febrero de 1521). La presidía el nuevo emperador Carlos V. Su objeto era tratar los asuntos políticos, económicos, sociales de Alemania. Era lógico que de una forma u otra se llevase a la asamblea el asunto de Lutero, ya que estaba en la calle y tenía dentro de la dieta grandes amigos, simpatizantes y encubridores. La persona, todavía inesperta del emperador, estuvo materialmente acosada por ambos bandos: el del nuncio Aleandro y el del príncipe Federico. En torno a ellos aparece una serie de personajes de segundo orden, pero no menos influyentes: secretarios, teólogos, profesores, consejeros, etc. El objetivo es conquistar la voluntad del emperador. Por de pronto se logró que Carlos V se definiera en torno a los dos puntos fundamentales de la dieta: 1) el interés del joven monarca por los problemas de Alemania. 2) Su pronunciamiento por la fe tradicional de la Iglesia. «Carlos entendió siempre su dignidad de emperador romano en el sentido tradicional de defensor de la cristiandad y protector de la Iglesia.» Lo que inclinó definitivamente la balanza a favor de la causa de Roma, fue un breve de León X, entregado por el nuncio al emperador. «El romano pontífice —se le decía— acude ahora a Carlos, pidiéndole que como protector de la religión católica y sucesor de los emperadores germánicos que castigaron severamente la herejía, haga ejecutar la bula pontificia en todo el Imperio con un edicto de proscripción contra Lutero y sus adeptos.» La mediación del emperador Carlos se vio una vez más dificultada por los príncipes alemanes. Le rogaron que antes de proceder contra Lutero, se le llamase a la dieta, ofreciéndole toda clase de garantías y de seguridad para su persona. Dos condiciones puso el emperador a la presencia de Lutero en la dieta: 1) no había que oír al hereje en lo concerniente a la fe y al dogma. Roma había hablado y era una cuestión zanjada. 2) Se le debía oír, sin embargo, a juicio de muchos, en lo tocante a la autoridad y conducta del papa y al derecho positivo. Con esta segunda condición se aludía sin duda a las quejas que corrían entonces, y que quedan compendiadas en las querellas o gravámenes de la nación germánica, contra el gobierno eclesiástico. Son las quejas de que ya hablamos en el capítulo primero de esta historia. De la gravedad de estas quejas nos da fe el mismo Aleandro: «Toda Alemania está en plena revuelta. De sus diez partes, nueve aclaman a Lutero, y la décima, si es indiferente a la doctrina, grita, por lo menos «¡Muerte a la corte de Roma! Y todos piden a gritos: ¡Concilio! Y lo quieren dentro de Alemania.» Volvamos a Lutero. «Si me llaman —escribía— no dejaré de ir, sano o enfermo, como pueda, pues no se puede dudar que Dios me llama si me llama el emperador.» «No soy dueño de mí; no sé qué espíritu me arrebata.» Una nueva conciencia se va alumbrando en Lutero. Se siente el nuevo profeta, descubridor de la palabra de Dios. Considera al papa y al papado como la encarnación del anticristo. Su causa es la causa de Alemania. Desde ahora se le llamará «el toro de Wittemberg». El 16 de abril se presentó en Worms. «Venía escoltado de unos cien jinetes… a su carroza se le agregaron otras tres con cerca de ocho caballos, y así fue a alojarse frente a la casa de su duque.» Al día siguiente entró en la asamblea sonriente, mirando arriba y abajo. —«Martín Lutero, en nombre de la majestad cesárea y de los próceres del Imperio— le interpeló el oficial en nombre del emperador— te interrogo para que declares, en primer lugar, si estos libros aquí presentes que llevan tu nombre y cuyos títulos te acabamos de leer, son tuyos y los reconoces como tuyos o no. En segundo lugar, dí si estás dispuesto a retractar la doctrina que contienen o si persistes en sostenerlos y defenderlos.» Lutero contestó: «Los libros son míos, ciertamente. No quiero ni puedo negarlo.» En cuanto a la segunda pregunta, «dada la gravedad de la materia, pido tiempo para deliberar». Esta respuesta no hizo más que desorientar y dividir los ánimos. El 18 volvió a la sala, abarrotada de alemanes, españoles, representantes y diplomáticos de otras naciones y multitud de pueblo. Todos esperaban la respuesta definitiva. Y la dio: «Ruego a vuestra sacratísima majestad… que me demostréis los errores, convenciéndome con testimonios de las Escrituras proféticas y de los Evangelios, porque estoy dispuestísimo a retractarme y arrojar mis libros al fuego…» Queriendo una respuesta más clara, el notario urgió a Lutero: —«¿Quieres retractar los errores contenidos en tus libros o no?» —«Ya que Vuestra Majestad sacratísima y vuestras señorías me piden una respuesta sencilla, la daré: Mientras no me convenzan con testimonios de las Escrituras o con razones evidentes… convencido como estoy por las Escrituras.. y teniendo la conciencia de la palabra de Dios… ni puedo ni quiero retractar nada, pues no es prudente ni está en mi mano el obrar contra mi conciencia. Dios me ayude. Amén.» —«Basta —dijo el emperador— si niega la autoridad de los concilios, no quiero oírlo más.» Lutero, por su parte, levantando las manos con gesto de triunfo y de júbilo salió de la sala diciendo: «Llegué hasta el fin.»
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