XVI. El aliento sin fin
La tertulia de Ruiz de Alarcón Por entonces se encontraba en pleno apogeo la tertulia de su casa de Ruiz de Alarcón, que llegó a ser famosa en los medios intelectuales de España e inolvidable para todos cuantos, de una u otra forma, acudieron a ella. «La tertulia de Pío Baroja durante sus últimos años —nos dice Pérez Ferrero— la compusieron principalmente el doctor Val y Vera, Luis Fernández Casas, Estévez, Gonzalo Gil Delgado, el ingeniero Valderrama y el doctor Arteta… El doctor Val y Vera era, de los contertulios, el más viejo y fiel amigo de la casa… Conocedor como pocos de los más castizos barrios madrileños y de los suburbios por el ejercicio de su profesión durante tiempo y tiempo como médico municipal en esos lugares, siempre llevaba su agudo sentido del humor y su conversación optimista a la tertulia…» En aquella tertulia era el doctor Val y Vera un pilar básico. Cuando por cualquier razón no podía asistir a casa de Baroja, los demás contertulios, al llegar a ella, inmediatamente de saludar al novelista preguntaban extrañados a qué se debía la ausencia de su médico de cabecera. Por aquellos últimos tiempos, muy iniciados ya los cincuenta, una preocupación de todos los visitantes de aquella casa era la salud de don Pío, que se apagaba lentamente como la luz de un candil. Los fallos de su memoria iban de mal en peor. A veces también acudían a la tertulia Eduardo Vicente, o González Ruano, o García Mercadal, o García Venero, o escritores y periodistas de Barcelona que pasaban por Madrid y que no querían regresar sin haber girado visita al piso de Ruiz de Alarcón. Poco antes de las Navidades de 1953, el 19 de diciembre, se murió en Vera de Bidasoa, Ricardo Baroja, rompiéndose así el penúltimo eslabón que ataba a don Pío a su tiempo y a su mundo. Hacía tiempo que Ricardo estaba enfermo, gravemente enfermo de un cáncer de lengua. Ilustres profesionales de la Medicina de España y Francia le habían desahuciado, permitiéndole incluso fumar, que era un arrebatado hábito, porque con la prohibición no se hubiese adelantado nada. Aguafortista de muy seguras dotes —de su arte vivió los últimos años de su vida—, Ricardo Baroja y su vida responden al modelo novelesco de los personajes de su hermano. Inventor a ratos —en sus últimos tiempos anduvo ilusionado con un nuevo modelo de vela para navíos, por él patentado—, tenía la casa de Vera llena de extraños artilugios que él mismo fabricaba. Era un enamorado del misterio de los mares y muy aficionado a cosas de navegantes. Como escritor no se le ha hecho justicia. Puede que la sombra de su hermano le apagase completamente en este menester. Escribió muy enjundiosas novelas, como «La nao capitana», «Los hermanos Barbarroja», «Pasan y se van», etc., pero el impulso de su apellido le estorbaba; si no se hubiese llamado Ricardo Baroja tal vez otra hubiera sido su suerte como literato. En sus últimos años, al tiempo que pintaba afanosamente en Vera, sin dejar de fumar un solo instante del día ni de la noche, Ricardo Baroja mantuvo bastantes colaboraciones periodísticas. Yo recuerdo cuando inició una de ellas, me parece que en el diario «El Alcázar». En su primer artículo se mostraba muy contento con aquella nueva colaboración. «Con ella —venía a decir— tendré cubiertos mis gastos de tabaco durante todo el mes.» La desparición de Ricardo sumió a don Pío en una melancolía profunda. Aquella Nochebuena fue triste, y aunque a principios de año el novelista se recuperó algo, se notó claramente que el golpe le había afectado grandemente. Y, sin embargo, seguía trabajando. En el año recién muerto no había publicado nada. Sus últimos libros databan de 1952, y eran «Las veladas del chalet gris» y «El pueblo vasco». En 1954 publicó, ya con mucho esfuerzo, «Los contrabandistas vascos» y la Guía de su tierra, que le hizo mucha ilusión. En las vísperas del verano don Pío era una ruina atenazada por la soledad. Su sobrino Julio concibió el proyecto de convencerlo para ir a Vera. Suponía así que se recompondría un poco su ánimo en la vieja casa familiar, y que el huir del calor de Madrid le favorecería. Le costó mucho trabajo a Julio Caro hacerle viajar. El fue por delante, para arreglar la casa, y para hacer desaparecer en la medida de lo posible los inmediatos recuerdos de Ricardo, que sin duda hubiesen angustiado su caótica memoria. En Vera, a lo largo de aquel último verano, don Pío se rehizo un tanto. Paseó un poco y leyó con avidez. Parecía como si recobrase su amor a la lectura, tan fielmente atendido siempre. Como de Madrid se habían traído ya sus libros más importantes, don Pío parecía contento cuando, cada mañana, muy temprano, se levantaba y acudía a la biblioteca para acariciar con ternura los lomos de sus libros y leer durante unas horas. José Alberich, en su estudio sobre los temas de Baroja, nos da una versión personal de su biblioteca de Vera, que él visitó ya muerto el novelista. Alberich hace un interesante recuento de la biblioteca del novelista, que arroja los siguientes números: Volúmenes LITERATURA (Novela moderna) Española 240 Francesa 770 Inglesa y Americana 225 Rusa 80 Total 1.315 CLASICOS Griegos y latinos 300 Españoles 350 Franceses 160 Total 810 OBRAS NO LITERARIAS Filosofía 150 Antropología y biología 120 Historia general 1.000 Historia del siglo XX (española y fran cesa) 500 Crítica literaria 150 Libros religiosos 30 Libros de brujería, ocultismo, alqui mia, etc 150 Libros y folletos sobre los vascos (poesía popular, leyendas, filología, etc.) 360 Libros de viajes y guías geográficas 450 Total 2.910 Total biblioteca (aproximado) 5.035 volúmenes. Al lado de este número de volúmenes que aparecen en la biblioteca de Vera, y que fueron propiedad del novelista, habrá que suponer otro número elevadísimó que don Pío perdió a lo largo de su vida, en el curso de sus cambios de residencia y, sobre todo, en el desmantelamiento de su casa de la calle de Mendizábal. Alberich nos dice además que en lo concerniente a escritores españoles los únicos bien representados son Galdós, Azorín, los Machado y Ortega y Gasset. «Hay unos pocos libros de Gabriel Miró, Valle-Inclán, Leopoldo Alas y Pérez de Ayala (sólo sus volúmenes de poesía) mientras que de Unamuno sólo se conserva un ejemplar de Paz en la tierra… En contraste con esta escasez de obras de primera fila, casi abundan los libros de algunos escritores de fama efímera, pero estrechamente vinculados al grupo noventa y ochista, como Camilo Bargiela, Alejandro Sawa, Pedro de Répide y otros…» Gozando de sus viejos y amados libros, contemplando de vez en vez las trazas del pueblo que se dominaban desde las ventanas de la biblioteca, don Pío pasó un último verano en Vera. De aquella casona familiar, a la que el novelista no volvería, escribió don Gregorio Marañón después de una visita olvidable: «…Nada hay en ella que no sea natural, nada que no haya sido traído y puesto allí para parecer bien a otras personas que las que la viven. Y de esto depende su singular atracción. Es la casa de Pío Baraja tan integralmente suya como cualquiera de sus libros. Las casas se ponen o se crean. Esta es una creación de su dueño… Y por ser la casa de Baroja es un incomparable museo romántico. Porque ahora, al quedar don Pío exento, como una estatua, sin espejismos de actualidad, como será para su gloria futura, se ve bien que lo fundamental de este gran creador ha sido su romanticismo. No digo que sea él el último romántico, porque después del último habrá siempre otro, hasta el fin del mundo; pero sí el más alto romántico de nuestra época. El romanticismo de gran calidad no puede percibirse de primera intención. En ocasiones asemeja lo contrario del romanticismo. Y así, lo que en Baroja parecía acritud y rebeldía, era una entrañable incompatibilidad con la farsa a la que casi todos los hombres acaban por rendirse. Una conmovedora ternura flota bajo la ruda apariencia de sus criaturas. Todo es, en el mundo que ha forjado, desinterés y noble melancolía. La razón de la sinrazón, que es el secreto del romanticismo, no ha tenido en ningún otro escritor contemporáneo una falta de teatralidad y un fervor tan directo como en este hombre que sale ahora a recibirnos en lo alto de la escalera y nos invita a entrar, con un gesto sencillo, en su mundo de quimeras y de patéticos recuerdos…»
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